(Fuente: Asociación Gallega de Amigos do Camiño de Santiago, por José Luis Herrera)
Hasta que no se hace el camino de Santiago, no se sospecha previamente ni lo que es aquello. Vivir el conocimiento carnal del camino, recorrer su historia (que es parte sustancial de nuestra historia), y meter por los sentidos la vida que en el Camino anda, en toda su verdad, zozobra. Mientras caminas, vas entendiendo cómo puede seguir viva una senda trazada mil años atrás, en números redondos, y que ha pasado por largos períodos de olvido y completo desuso, y recibido, sobre todo en estos tiempos nuestros, las más demoledoras agresiones. Y en las dos razones que nos alcanzan está la razón suprema de su, por ahora, permanencia: la letanía incesante de las arquitecturas expresamente erigidas para el Camino, y el sentido de la posesión que, de padres a hijos, arraigó en los que iban naciendo y viviendo en sus cercanías, que recibían y poseían la gran vereda como una herencia, aunque durante demasiado tiempo no se hablara de ello. El Camino de Santiago fue una bullanguera corriente de vida, hecha de esperanza, de ilusión, de dolor, de picardía, hasta de delincuencia; un río de creencia y de negocio, un testimonio de compromisos de fe y de mercadería adjunta. En él se dieron todas las condiciones por las que es y se manifiesta y perdura la vida en una ciudad o comarca. Se fue cuajando de monasterios, hospederías, hospitales y tabernas, hasta convertirse en un modo de ciudad en movimiento incesante, que iba necesitando concesiones como garantías de seguridad, trazado de rutas y construcción de puentes. Mediante todo esto, se iba logrando la finalidad primordial del Camino mismo: establecer una frontera de vida y resistencia frente las embestidas árabes; fijar una singular frontera, hecha de gentes en marcha y de gentes que daban albergue; una frontera de vida que recorría un sendero establecido y tintado por lo misterioso. Poblar el recorrido, sembrar los campos fronteros, poner en la tierra esa vida que sólo puede nacer y crecer y durar allí donde está y se muere sin tregua.
Conviene saber que el Camino debió nacer con cierta espontaneidad y paulatinamente, hasta que se llegó a la percepción de su precioso valor, en una conjunción (diríamos) galaico/borgoñona/cluniacense, que tuvo claros nombres, Diego Gelmírez, Raimundo de Borgoña y su hermano Guido (que acaba en Papa Calixto II). De este singular trío nacería el gran respiro de la peregrinación y, como instrumento imprescindible, el trazado, establecimiento y conservación del Camino Francés a Compostela. Un significativo número de lugares añadían a su nombre propio el apellido del Camino. Cuyos márgenes se fueron enriqueciendo múltiples monasterios benedictinos (cluniacenses), cistercienses, y más tarde, con el establecimientos de dominicos y franciscanos en buena y varia plantación de conventos. Con un sentido claro de atención y perfeccionamiento de la ruta establecida, con los ejemplos tan claros como los aportados por San Juan de Ortega, Santo Domingo de la Calzada, ingenieros de puentes, de hospederías y de hospitales. Con sencillez y parquedad de espacio, ese fue el origen sólidamente establecido, de lo que todavía existe, en gran parte, si los obradores públicos deciden parar en su capacidad de estropicio, antes de que sea demasiado tarde.
Porque el camino de Santiago no es una beatería prehistórica, ni una martingala ateneística, ni una manía española. Y basta para probarlo, con echar una ojeada a lo que no opina ni fantasea que son las piedras. El Camino hizo posibles cosas como San Marcos en León, como el Hospital Real compostelano, o el Monasterio de San Zoilo en Carrión, Palencia. Cosas como los monasterios de Iranzu, o San Juan de Ortega en Burgos; o el Hospital (hoy Parador) de Santo Domingo de la Calzada; o Santa María, en Villaverde de Sandoval.
Cosas que , en este tiempo nuestro, pueden haberse convertido en ruinas en semivacíos o en Paradores de turismo, sin que sus varios y tristes destinos hayan conmovido lo que, paradójicamente, llamaríamos conciencia administrativa. Con la mejor de las suertes, piezas arquitectónicas e históricas incomparables han acabado en hoteles de más o menos estrellas, como el Castillo de Sigüenza. Otros castillos pararon, no hace tanto, en silos del entonces Servicio Nacional del Trigo, que de menos, de cada vez menos, nos hizo Dios. Y lo que vaya cayendo. En un tiempo en que las vocaciones monásticas van surgiendo como las pepitas de oro en los viejos ríos, no es difícil prever los vacíos monacales que se van avecinando.
Hasta que no se hace el camino de Santiago, no se sospecha previamente ni lo que es aquello. Vivir el conocimiento carnal del camino, recorrer su historia (que es parte sustancial de nuestra historia), y meter por los sentidos la vida que en el Camino anda, en toda su verdad, zozobra. Mientras caminas, vas entendiendo cómo puede seguir viva una senda trazada mil años atrás, en números redondos, y que ha pasado por largos períodos de olvido y completo desuso, y recibido, sobre todo en estos tiempos nuestros, las más demoledoras agresiones. Y en las dos razones que nos alcanzan está la razón suprema de su, por ahora, permanencia: la letanía incesante de las arquitecturas expresamente erigidas para el Camino, y el sentido de la posesión que, de padres a hijos, arraigó en los que iban naciendo y viviendo en sus cercanías, que recibían y poseían la gran vereda como una herencia, aunque durante demasiado tiempo no se hablara de ello. El Camino de Santiago fue una bullanguera corriente de vida, hecha de esperanza, de ilusión, de dolor, de picardía, hasta de delincuencia; un río de creencia y de negocio, un testimonio de compromisos de fe y de mercadería adjunta. En él se dieron todas las condiciones por las que es y se manifiesta y perdura la vida en una ciudad o comarca. Se fue cuajando de monasterios, hospederías, hospitales y tabernas, hasta convertirse en un modo de ciudad en movimiento incesante, que iba necesitando concesiones como garantías de seguridad, trazado de rutas y construcción de puentes. Mediante todo esto, se iba logrando la finalidad primordial del Camino mismo: establecer una frontera de vida y resistencia frente las embestidas árabes; fijar una singular frontera, hecha de gentes en marcha y de gentes que daban albergue; una frontera de vida que recorría un sendero establecido y tintado por lo misterioso. Poblar el recorrido, sembrar los campos fronteros, poner en la tierra esa vida que sólo puede nacer y crecer y durar allí donde está y se muere sin tregua.
Conviene saber que el Camino debió nacer con cierta espontaneidad y paulatinamente, hasta que se llegó a la percepción de su precioso valor, en una conjunción (diríamos) galaico/borgoñona/cluniacense, que tuvo claros nombres, Diego Gelmírez, Raimundo de Borgoña y su hermano Guido (que acaba en Papa Calixto II). De este singular trío nacería el gran respiro de la peregrinación y, como instrumento imprescindible, el trazado, establecimiento y conservación del Camino Francés a Compostela. Un significativo número de lugares añadían a su nombre propio el apellido del Camino. Cuyos márgenes se fueron enriqueciendo múltiples monasterios benedictinos (cluniacenses), cistercienses, y más tarde, con el establecimientos de dominicos y franciscanos en buena y varia plantación de conventos. Con un sentido claro de atención y perfeccionamiento de la ruta establecida, con los ejemplos tan claros como los aportados por San Juan de Ortega, Santo Domingo de la Calzada, ingenieros de puentes, de hospederías y de hospitales. Con sencillez y parquedad de espacio, ese fue el origen sólidamente establecido, de lo que todavía existe, en gran parte, si los obradores públicos deciden parar en su capacidad de estropicio, antes de que sea demasiado tarde.
Porque el camino de Santiago no es una beatería prehistórica, ni una martingala ateneística, ni una manía española. Y basta para probarlo, con echar una ojeada a lo que no opina ni fantasea que son las piedras. El Camino hizo posibles cosas como San Marcos en León, como el Hospital Real compostelano, o el Monasterio de San Zoilo en Carrión, Palencia. Cosas como los monasterios de Iranzu, o San Juan de Ortega en Burgos; o el Hospital (hoy Parador) de Santo Domingo de la Calzada; o Santa María, en Villaverde de Sandoval.
Cosas que , en este tiempo nuestro, pueden haberse convertido en ruinas en semivacíos o en Paradores de turismo, sin que sus varios y tristes destinos hayan conmovido lo que, paradójicamente, llamaríamos conciencia administrativa. Con la mejor de las suertes, piezas arquitectónicas e históricas incomparables han acabado en hoteles de más o menos estrellas, como el Castillo de Sigüenza. Otros castillos pararon, no hace tanto, en silos del entonces Servicio Nacional del Trigo, que de menos, de cada vez menos, nos hizo Dios. Y lo que vaya cayendo. En un tiempo en que las vocaciones monásticas van surgiendo como las pepitas de oro en los viejos ríos, no es difícil prever los vacíos monacales que se van avecinando.
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